viernes, 26 de mayo de 2017

Una y otra vez

La prudencia nunca llegó. Tu llamado se precipitó con violencia sobre mis recuerdos y los hizo trizas. El caos en las células de mi cuerpo me empujaban a zambullirme en mi pretensión de ser caudal. Tu cuerpo y las lagrimas del cielo llenaron de niebla mi mirada. Perdí el equilibrio y como un lobo aullé tu nombre y una ola fue cubriendo y despojando, curando y quebrantándome. Me precipité en tu invierno, mientras iba subiendo por lo que te sostiene, con la firme intención de hacerte arena movediza... empecé siendo arena movediza y me volví la roca que en tus profundidades hacía eco. Mis labios  lamían tus heridas o tus heridas lamían mis labios, o mis heridas eran colonizadas por tu/la humedad y aquella sincera manera de ser diosa, pero me vi siendo brutalmente silenciado por el deseo -Te deseo-.  Volví sobre ti, en un apagón de la mente, y en cada rincón de tu cuerpo encontré la certeza de saberme nada, de saberme todo. Otra vez, al menos en parte, despojado de lo seguro, prolongué el salvajismo para poder sostener  en el vacío la idea de que es  eres tú -solo tú- quien decide cómo, cuándo y dónde. Entre el vaivén de tu cuerpo y el mío se ahogó el te vi pasar. Se abrieron las puertas y las agujas del reloj marcaron el ritmo de tu regreso, llegadas y corridas. Tus destellos y suspiros, tus arañazos y mordiscos me llevaron a ese lugar que había echado al olvido. 

El muchachito.